Nombrar en la opacidad

Ilustración digital por @Pazconadie para Ojalá.

Opinión • Ana María Morales • 21 de agosto, 2025 • Read in English

Ecuador está atrapado entre la avanzada de políticas de ajuste y una violencia armada que inmoviliza y bloquea cada vez más. 

Estamos presenciando múltiples guerras que parecen aisladas y su denominador común difuso. La esperanza ya no brota como antes, a veces se nutre del dolor. Las sensibilidades colectivas han mutado y la supervivencia se siente cada vez más carnal. Hemos tenido que reemplazar momentos de goce y fiesta callejera feminista por estrategias de sanación, de acompañamiento de duelos colectivos y respuestas inmediatas al ajuste estatal que atenta contra la vida. 

La opacidad es una bruma que a veces parece inexplicable.

Aquí retomo discusiones desde Ecuador y en diálogo con el texto de Verónica Gago: queda claro que estamos delineando lo que entendemos como guerra en cada territorio.

Ecuador, hoy

El 31 de diciembre de 2024, se confirmó el hallazgo de los cuerpos calcinados de cuatro niños afrodescendientes cerca de la base aérea de Taura en la provincia de Guayas. 

Habían desaparecido hacía casi un mes y cámaras evidenciaron que fueron secuestrados por militares, después de salir de jugar fútbol entre amigos, mientras caminaban por una calle del barrio de Las Malvinas, en la periferia de Guayaquil. La denuncia y vigilia fueron sostenidas principalmente por organizaciones afroecuatorianas, barriales y otras organizaciones sociales. Unidas, acompañaron con arrullos y chigualos (música y cantos afroecuatorianos cantados durante los funerales de niñes) el entierro de Ismael, Josué, Saúl y Steven.

El caso es emblemático del impacto de la violencia armada (estatal y paraestatal) y la militarización en los barrios periféricos de Ecuador. Muchas familias ya han denunciado casos de desaparición forzada de jóvenes en manos de militares.

Las agendas antifeministas narradas por Gago se esmeran, a nivel nacional e internacional, en romper los hilos tejidos principalmente por mujeres y cuerpos feminizados para sostener los barrios, las organizaciones, las escuelas, las comunidades.

Entender la guerra

En enero de 2024, el presidente Daniel Noboa declaró Conflicto Armado Interno. Después de esa declaratoria, se ordenó el alza de tres puntos del impuesto al valor agregado en el país, siguiendo las exigencias del Fondo Monetario Internacional

Desde la Presidencia se argumentó que era necesario contar con más presupuesto estatal para poder enfrentar o ejecutar la nombrada “guerra contra el narcotráfico”. Así se encaminó una guerra contra el pueblo, una avanzada armada que viene de la mano de medidas económicas neoliberales y ataca directamente a la organización social. 

Vale recordar que en el 2019 y en el 2022 Ecuador vivió movilizaciones nacionales que pusieron un alto a las políticas neoliberales que se intentaban implantar como el alza del precio a la gasolina. 

La declaración de Conflicto Armado Interno es un momento clave a partir del que la noción de “guerra” empieza a resonar a profundidad en Ecuador. La militarización se expande, las alianzas político-militares con países como Estados Unidos se fortalecen y vemos, mes a mes, el incremento del número de personas que son torturadas y asesinadas. La cárcel se volvió un lugar de disputa donde se han reportado graves violaciones a los derechos humanos.

En este punto, creo que algo con lo que sí nos identificamos plenamente en diversos territorios, como Colombia, Brasil, México y otros países que están siendo intervenidos por militares, por violencia armada, es que, como plantea Gago, vivimos una clara guerra contra la reproducción social que destruye los tejidos sociales a través de hambrunas, violencia armada, financiarización, deuda, extractivismo y desplazamiento forzado. 

La fascistización de la subjetividad es clave para pensar cómo se sostiene y justifica una guerra, y cómo desde el poder se alimenta la noción de enemigo que debe ser aniquilado. 

Es por ello que no sabemos si el término guerra es el que nos logrará explicar lo que estamos viviendo hoy, pero sí es una oportunidad para empezar a definir cómo ésta aterriza en nuestro país. 

El poder de nombrar

Una consigna presente en todos los momentos de las luchas feministas ha sido el poder de nombrar: nombrar las identidades, nombrar las violencias, nombrar las demandas. Hoy siento que hay sentimientos, explicaciones, demandas difíciles de nombrar. Sí nos podemos identificar desde la noción de terror o de precarización, por ejemplo, pero, ¿cómo nombrarlas?

El contexto que venimos viviendo en Ecuador desde enero del año pasado, con mucho desarrollo previo, evidentemente no se explica desde una “guerra contra el narcotráfico”. Hay dinámicas puntuales, que suceden paralelamente y que describen la operatividad de la guerra: medidas económicas y de empobrecimiento, extorsiones que vacían los negocios de la economía popular y que expulsan a familias enteras de sus barrios y, claro, a través del armamento de adolescentes y un creciente mercado de cocaína.

Un punto clave para entender nuestra situación es tratar de descifrar todo lo que está detrás de la palabra “narcotráfico” y de la palabra “ilegalidad”. Esas dos grandes categorías son cooptadas y usadas para atacar los tejidos comunitarios, las economías, los barrios y la vida, principalmente de adolescentes. 

La operatividad de lo que está sucediendo aterriza también en una especie de gubernamentalidad paralela a lo “legal”, o estatal, que se teje en la extorsión, la deuda, el desplazamiento forzado y la violencia armada. Difuso, difícil de encontrar el límite entre un sistema y otro.

Aquí el poder de nombrar como arma estatal. En el último año identificamos la construcción de una subjetividad que apunta principalmente a hombres jóvenes racializados como enemigos y aniquilables bajo la narrativa de la guerra contra el narcotráfico. Esta narrativa obnubila su cotidianeidad brutal: reciben disparos mientras caminan de regreso a su casa, mientras conversan en la esquina de su barrio con sus amigues, al resistirse a subirse a una camioneta sin placas o en manos de militares.

Desde el feminismo es importante reflexionar sobre las vidas de esos adolescentes condenados desde el discurso social: debemos acordar la necesidad de no alimentar estas categorías sino todo lo contrario, complejizarlas y tratar de hilar fino en esas vidas que estamos perdiendo diariamente. 

Los niños de la guerra

Desde los feminismos podemos nombrar muchas cosas: la guerra contra la reproducción social, la guerra contra el pueblo, poner en el centro los cuidados y afectos que nos sostienen contra el hambre y la masacre. ¿Y qué nombramos al poner en el centro a estos jóvenes? 

Si miramos a través de sus ojos, veremos que no son soldados, que no necesariamente están hambrientos de poder ni de armas, pero sí que luchan internamente con la sed de venganza que puede provocar el asesinato de un ser querido. Es necesario identificar su ternura, humanizarlos, reconocer que cuidan, que sueñan con que su madre tenga una casa y no trabaje el día entero para no llegar a fin de mes. 

Si nuestro punto de partida los ve como potentes violentadores, perdemos la capacidad de transformación y sanación; corremos el riesgo de alimentar la subjetividad fascista que combatimos al condenar a un niño que recibe un arma a los 10 años como adulto. 

El armamento de adolescentes responde a una dinámica patriarcal, pero no podemos comprender este accionar desde una visión/juzgamiento adultocéntrico. Fatima Ouassak, al hablar del poder de las madres, plantea que uno de los daños más grandes es ver a los niños racializados desinfantilizados y como criminales. 

Es necesario ver que estos niños y adolescentes combaten cada día con múltiples violencias: la sociedad los racializa, los apunta y los cataloga como criminales/mafiosos (sin serlo). Salir fácilmente de esta categoría no es una opción: la habitan, cuerpo y mente, con todas sus letras. No son criminales, son criminalizados. ¡Quieren jugar!

La vorágine de hechos violentos impuestos —la militarización y las narrativas letales— afectan principalmente a las poblaciones más sacrificadas, racializadas, afrodescendientes. 

En este entramado, y desde tradiciones antirracistas, vemos lo vital que implica trabajar con niños y adolescentes hombres y así, cada respiro de vida en medio de tanto desasosiego, es una luz colectiva que refresca. 

¿Cómo nombramos nuestros deseos? Como escribió James Baldwin: “No les podemos decir a les niñes que no hay esperanza”. 

Hoy, su canto es nuestro amuleto.

Ana María Morales

Antropóloga feminista, estudia su Doctorado en Antropología Social en la UNSAM, donde investiga sobre cómo se producen las economías ilegalizadas en la frontera norte de Ecuador con Colombia. Es co editora de Revista Amazonas y forma parte del colectivo la Laboratoria (Investigación acción feminsita) y del GT de Economías Populares de CLACSO.

Feminist anthropologist, doctoral student at the UNSAM where she studies the production of illegal economies along the border between Colombia and Ecuador. She's co-editor of Revista Amazonas and a member of La Laboratoria (feminist action research) and of CLACSO's popular economies working group.

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