Guerra reaccionaria en Ecuador

Un contingente militar arriba al Centro de Privación de la Libertad, Zonal 8, para efectuar operativos de busqueda y recaptura de alias “Fito” quien habría fugado del penal varios días antes, en Guayaquil, Ecuador, el 7 de enero del 2024. Foto © Ojalá.

Opinión • Dawn Marie Paley • 16 de enero, 2024 • Read in English

Derechos civiles congelados. Soldados en las calles, toques de queda. Sujetos armados con el rostro cubierto controlando barrios y territorios. Paquetes de marihuana y cajas de dinero incautados y fotografiados por la policía. Oficiales del Departamento de Estado encorbatados y vestidos de traje, estrechando la mano de sus pares locales. 

En los últimos años, Ecuador ha empezado a experimentar una violencia que asemeja mucho la de los patrones establecidos hace 25 años en Colombia y hace más de 15 en México.

El discurso oficial busca instalar la idea que los máximos responsables de la violencia en Ecuador son hombres que trafican drogas, ahora llamados “terroristas” y enmascarados con apodos inolvidables, como el ‘Cuyuyuy’ y ‘El Ravioli’, y contra quienes el estado está interviniendo en beneficio de la ciudadanía. 

También se nos dice que la última fuga de la cárcel de un capo del narcotráfico fue la gota que derramó el vaso e hizo imprescindible la militarización. Hace recordar las famosas “fugas” de Joaquín ‘El Chapo’ Guzmán. La primera vez, escribe la periodista Anabel Hernández, salió en una canasta de lavandería con la cooperación de los guardias. La segunda, se fugó por un túnel al cual la prensa no pudo entrar ni investigar.

Tal y como cuestionamos el discurso oficial sobre políticas de austeridad, paquetazos, y medidas económicas en beneficio del extractivismo, es importante cuestionar el discurso oficial sobre la violencia y en particular, sobre la militarización. 

Desde México, la estrategia discursiva nos resulta muy parecida a la desplegada desde el estado después de la investidura de Felipe Calderón en diciembre del 2006. Sobre la guerra en México he escrito dos libros y, a la luz de este trabajo, quisiera proponer algunas claves desde las cuales abordar lo que hoy ocurre en Ecuador.

El discurso oficial produce confusión e intenta convencernos que los menos poderosos son los más violentos y, de esa manera, esconder el papel estructurante de los estados en la prohibición de sustancias y la subsecuente militarización de la vida pública.

En Ecuador, queda claro que el sistema carcelario (en el cual más de 400 presos han sido asesinados en los últimos tres años) es un nodo central en la organización de la guerra contra el pueblo, que también es una guerra contra las personas encarceladas. 

Al cambio de guardia tres militares con sus armas resguardan el ingreso de sus compañeros al Centro de Privación de la Libertad, Zonal 8, en Guayaquil, Ecuador, el 9 de enero del 2024. Foto © Ojalá.

110 y 111

El contenido de los Decretos Ejecutivos 110 y 111, publicados el 8 y 9 de enero, es ilustrativo de la forma en que se produce la confusión en el contexto de lo que, desde hace ya décadas, han llamado la ‘guerra contra las drogas’.

El Decreto 110 cita un informe de la Policía Nacional (PN) en el cual se alega que 91 por ciento de los 8008 homicidios cometidos el año pasado “se atribuyen a la violencia criminal, que está principalmente relacionada con Amenazas y Tráfico de Sustancias Estupefacientes (tanto interno como internacional)”. Ni el informe de la PN ni mucho menos su metodología para determinar qué homicidios están ligados al narcotráfico se han hecho públicos. 

Vale recalcar que en el Estudio Global sobre Homicidio 2023 de las Naciones Unidas, menos del cinco por ciento de los homicidios cometidos en Ecuador en el 2021 tenían que ver con el crimen organizado. 

No queda duda que la tasa de homicidios ha subido de forma abrupta en Ecuador en los últimos cuatro años. En cambio, lo que sí causa duda es el gesto de la PN de culpar a narcotraficantes y grupos del narcotráfico por el aumento de las muertes sin brindar un solo dato más, en un contexto, además, de mucha impunidad, especialmente en casos de violencia perpetrada por las fuerzas de seguridad.

El segmento citado del reporte de la PN en el decreto sigue así: “Para la realidad local no cabe hablar de organizaciones estructurales sino de crimen flexible e inestable: se trata de una red difusa de actores que son difíciles de ser reconocidos y agrupados”.

Para provenir de un reporte de la policía, esa definición resulta sorprendente, ya que es bastante cercana a cómo algunos investigadores al igual que yo misma, hemos caracterizado la actividad criminal en México. 

Si nos apegamos a tal definición que enfatiza en el carácter “difuso” de los actores, es claro que una estrategía militar lanzada en contra de “cárteles” no va a funcionar. Además, la noción de “red difusa” deja margen para lo que todos sabemos: que hay un involucramiento fuerte de las mismas fuerzas de seguridad, que operan para trasladar sustancias prohibidas en contextos militarizados así como para golpear, someter y ejercer su dominio a mano armada sobre organizaciones y barrios populares y comunitarios y de las personas migrantes.

El Decreto 110 declara, en su primer artículo, un estado de excepción “por grave conmoción interna” que se prolongará, de acuerdo con el artículo dos, por un plazo de 60 días. El tercer artículo moviliza las FFAA y la Policía Nacional. Los siguientes artículos suspenden el derecho a la libertad de reunión, el derecho a la inviolabilidad de domicilio, el derecho a la inviolabilidad de la correspondencia para personas presas, el derecho de tránsito, entre otros.

Al día siguiente, el 10 de enero, apareció otro decreto, el 111. Aquí ya no se habla de una “red difusa de actores” en los territorios. De repente son 22 organizaciones y se hace alusión vaga a sus nexos con los Cárteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación. 

Algunas de estas 22 agrupaciones son reconocidos grupos criminales, como los Latin Kings y los Choneros, otros son de más reciente creación. Los grupos criminales de larga data sobreviven gracias a alianzas con elementos de las fuerzas estatales, por lo cual también pueden considerarse similares a grupos paramilitares.

El primer artículo del Decreto 111 dicta el reconocimiento de un “conflicto armado interno” en Ecuador, y el dos lo agrega como causal al Decreto 110. El tres modifica el Decreto 110 para introducir el combate al ‘terrorismo’ como parte de la misión de la PN y las FFAA, y el cuarto enlista 22 grupos del “crimen organizado transnacional”, ahora considerados “terroristas”. Desde mayo del año pasado, Guillermo Lasso decretó el uso de las FFAA para tareas ‘antiterroristas’ dentro del país.

Miembros de las Fuerzas Armadas del Ecuador saliendo del Centro de Privación de la Libertad, Zonal 8, después de realizar los operativos durante el día, en Guayaquil, Ecuador, el 7 de enero del 2024. Foto © Ojalá.

Hay otra lógica, y otros actores armados

Existe cierta lógica en el movimiento impulsado desde el estado: este ha ido introduciendo, paso a paso, año por año, las condiciones para declarar la guerra contra el pueblo usando palabras y estrategias que pretenden tener la apariencia de protección ciudadana.

Si intentamos dejar de enfocarnos, por difícil que parezca, en Los Lobos, los p. 27 y los Águilas Killer, que figuran entre los 22 grupos hoy considerados terroristas, notamos cómo empiezan a salir a la luz otros actores claves. 

Podemos darnos cuenta de ello porque lo que está pasando en Ecuador no es nuevo. Es un camino bien establecido desde el arranque del Plan Colombia en el país vecino. Es un camino donde se maquilla la violencia estatal y paramilitar como si fuera una lucha contra el crimen organizado, un camino para seguir fortaleciendo el aparato represivo y sus brazos paramilitares, un camino que lleva a crímenes de lesa humanidad, y a más de 114,000 desaparecidos y más de 460,000 homicidios dolosos en México desde que empezó la guerra hace poco más de 16 años.

Sabemos que los actores claves en estos conflictos son los ejércitos y las fuerzas policiacas. Ellos son los que trafican, o bien los que organizan y fungen de árbitros entre las diversas modalidades de producción y tráfico. Son ellos quienes concentran más potencia de fuego que cualquier otro actor. A eso se refiere el llamado “fue el estado” en el infame caso de la desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa, hecho que este año cumple una década de haber ocurrido.

Pero hay otros actores importantes: el Departamento de Estado y el Departamento de Defensa de EEUU. En su programa de cooperación 2020-2025, USAID apunta que volvió a establecer actividades en Ecuador en el año de 2020, después de 10 años de ausencia (durante la presidencia de Rafael Correa). Sin ironía, el informe indica que “El Presidente Lasso es el líder más pro-EEUU en Ecuador desde hace 20 años”, antes de describir el escándalo de corrupción que terminó con su renuncia.

Más que enfatizar el papel de USAID en Ecuador, es clave llamar la atención sobre el incremento masivo en financiamiento de EEUU para labores de seguridad durante los últimos años. La ‘asistencia internacional’ de EEUU a Ecuador llegó a un pico histórico en el año 2022, alcanzando más de $240 millones, de los cuales la gran mayoría se gastaron en la militarización ($163 millones). Es más: Washington y Quito han firmado dos pactos de cooperación en materia de seguridad desde el año 2022.

Los de Washington están buscando abrir nuevos mercados para exportar la guerra y toda la maquinaria para hacerla, y les viene bien enfocar sus esfuerzos en países con “banqueros conservadores” en el poder. Pero como hemos visto con mucho dolor en México y en Colombia, las estrategias de guerra ‘contra las drogas’, como las llaman, son maneras de conseguir control social y territorial con particular relevancia en lugares fronterizos, hubs logísticos o de transporte, o ricos en recursos naturales. Exportan armas y un paradigma de guerra cuya aplicación crea una forma de contención y control.

No sorprende que mientras suba el apoyo militar gringo a Ecuador repunte la violencia extrema. No sorprende porque ya se ha experimentado en México y Colombia, donde se sigue viviendo la violencia creada por la militarización de la prohibición hasta hoy día.

Aprendimos también que cuestionar y criticar el discurso oficial no basta. Hay que subvertirlo, rechazando los intentos de dividir entre víctimas ‘inocentes’ y los que ‘andaban en algo’, y dejar de repetir sus palabras que despolitizan y criminalizan. Su guerra es reaccionaria y es contra el pueblo. Lo demás es pura confusión.

Dawn Marie Paley

Es periodista freelance desde hace casi dos décadas y ha escrito dos libros: Capitalismo Antidrogas: Una guerra contra el pueblo y Guerra neoliberal: Desaparición y búsqueda en el norte de México. Es la editora de Ojalá.

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