La resistencia Mapuche, brújula para el presente
Ilustración digital por @Pazconadie para Ojalá.
Opinión • Claudia Hernández Aliaga • 18 de diciembre, 2025 • Read in English
Cuando estalló la Revuelta en Chile en octubre de 2019, nada hacía presagiar que seis años después, nos encontraríamos en un escenario político como el actual. En las elecciones presidenciales del 14 de diciembre, 7,2 millones de personas (58 por ciento de quienes votaron) eligieron como presidente a José Antonio Kast, el candidato líder de la ultraderecha.
En mi memoria, todavía persisten los días de la Revuelta. Recuerdo una inmensa estrella mapuche que se instaló en la plaza de la Dignidad —como le llamábamos en ese entonces a la Plaza Italia—, epicentro de la capital santiaguina. Estuve ahí. Fuimos cientos de miles coreando afafanes (gritos de fuerza) con banderas mapuche flameando al viento.
Si hubo un símbolo que condensó la rebeldía y resistencia del Estallido fue la bandera mapuche. Su estrella pareció orientar, de cierta forma, los sentidos más profundos de las injusticias sociales que arrastramos como país.
Lo vivido en la Revuelta no lo quita nadie, es cierto. Pero el modo en que ese sentido colectivo fue diluyéndose es lo que pesa cuando recuerdo el primer triunfo del partido Republicano del presidente electo, en el segundo proceso constituyente, en mayo de 2023. Desde entonces, quedó en evidencia la capacidad de la ultraderecha para capitalizar el agotamiento, el miedo y la despolitización de un país que pocos años antes había exigido transformaciones profundas.
Cuando me fui de Chile a fines de 2020, las prioridades seguían siendo las mismas que se alzaron en 2019 bajo la consigna común “hasta que la dignidad se vuelva costumbre”: sueldos dignos, fin del sistema de pensiones AFP, educación pública y gratuita sin endeudamiento universitario, salud pública universal, vivienda digna, libertad a las personas presas políticas de la Revuelta y reconocimiento de los derechos territoriales y políticos mapuche.
Hoy, tras cuatro meses desde mi regreso, Chile parece otro. Uno que está convencido de que su principal problema es la seguridad, el orden, la inmigración. Aquí ya no se discute la desigualdad social; menos aún se habla sobre la Revuelta, y mucho menos sobre las miles de veces que la bandera mapuche se alzó como emblema de dignidad en ella.
En este contexto de contención de los debates y de la pretensión polarizante que imponen los períodos electorales, conviene observar con atención cómo se recompuso la clase dominante. Su contraofensiva, hoy liderada por la ultraderecha, ha operado con notable eficacia para reinstalar el orden neoliberal que la Revuelta puso en crisis.
El panorama político que se abre tras estas elecciones es la fase más visible de un proyecto que no sólo busca cerrar las fisuras abiertas en 2019, sino garantizar la continuidad de un régimen de violencia colonial y extractivista, que se expresa con mayor crudeza aquí en Wallmapu (territorio mapuche). Un régimen que no se interrumpió con el gobierno de Gabriel Boric, por el contrario, se profundizó con más militarización, más persecución judicial, y más normalización del despliegue represivo. En ese marco de continuidad histórica se inscribe la desaparición de Julia Chuñil.
Más de un año sin saber de Chuñil
Julia Chuñil es una papay (mujer mayor), dirigenta y defensora territorial mapuche del sector rural de Máfil, en la región de Los Ríos, sur de Chile, que desapareció hace más de un año en el territorio recuperado por su comunidad. A la fecha, nadie sabe dónde está.
El proceso investigativo a cargo de la Fiscalía ha estado marcado por una serie de irregularidades: desde una nula entrega de información a la familia, falta de transparencia, pérdida de pruebas, omisiones en diligencias críticas, intentos explícitos por despolitizar su rol como defensora territorial e incluso apremios ilegítimos e incriminación a una de sus hijas.
Llegué al Wallmapu el 30 de septiembre, el mismo día que Karina Riquelme, abogada de la familia Chuñil, dio a conocer un doloroso antecedente.
Ese día, Riquelme denunció no sólo las irregularidades en la investigación, sino también la existencia de dos intercepciones telefónicas a uno de los principales sospechosos —el empresario forestal Juan Carlos Morstadt Anwandter, propietario legal del territorio recuperado por la comunidad de Chuñil— donde afirma que a Julia la quemaron.
La conmoción fue inmediata.
Al día siguiente, en ciudades y centros urbanos del país salimos a protestar exigiendo verdad y justicia por la papay. Su nombre no ha dejado de pronunciarse y ha acompañado múltiples marchas, velatones, ceremonias, actos culturales y convocatorias impulsadas por organizaciones mapuche, feministas y medioambientales.
La desaparición de Chuñil se suma a la desoladora secuencia histórica que no deja de repetirse. Los casos de Nicolasa Quintremán (2013), Macarena Valdés (2016), Emilia Bau (2021), todas defensoras mapuche asesinadas sólo en las últimas dos décadas, muestran de manera explícita y dolorosa, la persistencia de un régimen de violencia colonial extractivista, que la emprende especialmente contra mujeres mapuche defensoras del territorio.
Continuidad del régimen en el Wallmapu
Las elecciones presidenciales del 16 de noviembre y 14 de diciembre no se vivieron del mismo modo en todo el país porque no todes votaron en las mismas condiciones.
Aquí en Wallmapu, territorio ocupado que en Chile abarca las regiones del Biobío, La Araucanía y Los Ríos, desde octubre de 2021 se extiende un estado de excepción constitucional, decretado por el gobierno de Sebastián Piñera y prorrogado de forma ininterrumpida por el de Gabriel Boric. Esto habilitó la militarización, especialmente en aquellas “zonas de conflicto”, donde se han intensificado las recuperaciones territoriales mapuche.
No existe información pública y actualizada respecto del total policial y militar, sus bases, puntos de control o equipos de inteligencia que operan en Wallmapu. Lo que sí sabemos son los refuerzos extraordinarios, como los 2.500 militares enviados a custodiar los locales de votación en La Araucanía y, de manera sostenida en el tiempo, los reiterados testimonios de violencia y abuso policial que recaen especialmente contra niños, niñas y jóvenes mapuche.
También sabemos que la vida cotidiana cambió y no únicamente en las estigmatizadas “zonas de conflicto”. En ciudades como Temuco, después de las 9 p.m. es difícil encontrar transporte público. Las calles se vacían, los locales comerciales y restaurantes cierran, como si se tratara de un toque de queda no declarado pero vivido.
Aunque este ciclo de militarización lleva más de cuatro años vigente, para la memoria mapuche no es historia nueva. La dictadura de Pinochet (1973-1989) la impuso y, si retrocedemos un poco más, sólo tres generaciones antes vivieron la invasión del Ejército chileno a mediados del siglo XIX, el despojo y colonización de cerca del 95 por ciento de su territorio ancestral, junto con la anexión a la soberanía chilena. Es esa herida estructural, abierta y persistente, la que sigue marcando el presente.
A esto se suma la criminalización mapuche, es decir, la producción de un clima político, mediático y de judicialización donde ser mapuche, defender el territorio, liderar una comunidad o participar en procesos de recuperación se considera una amenaza o un delito contra la propiedad privada, el orden público y la seguridad nacional.
Su expresión más alarmante es la existencia de más de cien víctimas de prisión política mapuches en las cárceles de Chile, según Radio Kurruf, cifra que evidencia un incremento sostenido desde la posdictadura y que se profundizó durante el gobierno de Boric.
La impunidad completa este cuadro. Con ella me refiero no sólo a la penal, sino también a la política y la estructural, que se manifiesta en investigaciones lentas, diligencias omitidas, encubrimientos tácitos, ausencia de sanción para civiles armados, empresarios y redes patronales que se benefician del despojo. El caso de Julia Chuñil nos atraviesa porque en él todas estas aristas operan de manera simultánea y a la vista pública.
Militarización, criminalización e impunidad no son fenómenos aislados ni coyunturales. Son engranajes de una misma estrategia de control territorial que se despliega desde el Estado para proteger los intereses del capital colonial extractivo. Una forma de contrainsurgencia —territorial, jurídica y mediática— y de acumulación militarizada que busca neutralizar la defensa del territorio y las formas de vida que el pueblo mapuche sostiene y resiste.
Mirar el presente, más allá de las elecciones
Tener claridad sobre las continuidades coloniales permite comprender que el consenso neoliberal del que nos habla Alondra Carrillo es, en realidad, inseparable de un consenso colonial: un acuerdo tácito que, gobierno tras gobierno, normaliza la violencia contra vidas mapuche y habilita su criminalización, silenciamiento e impunidad.
El caso Chuñil nos confronta con esa verdad incómoda. Nos recuerda que, incluso en medio de la ofensiva reaccionaria y del cierre de los horizontes que abrió la Revuelta, la resistencia mapuche sigue allí, persiste, anclada en una memoria larga de defensa territorial frente a proyectos coloniales que se renuevan, pero nunca desaparecen.
Frente al avance de la ultraderecha —y al reacomodo de las élites que buscan blindar el orden neoliberal— asumir la lucha mapuche como referente político no es un gesto simbólico, sino una orientación para el presente. Allí se encarna una práctica que no cede ante la violencia estatal, que teje entramados comunitarios en medio de la militarización y el extractivismo.
Por eso, el nombre de Julia Chuñil no solo interpela al Estado. Su memoria se vuelve fuerza viva que nutre las luchas que vendrán, en un escenario que, bajo el gobierno de Kast, promete condiciones aún más duras. Su nombre ilumina un horizonte de dignidad, autonomía y defensa territorial. Tal vez sea ese —precisamente ese— el faro más urgente para atravesar los tiempos oscuros que se avecinan.

