Las universidades mexicanas, con protocolos pero sin justicia

Afiches pegados durante un escrache en Puebla en diciembre. Foto: Cortesía.

Opinión • Raquel Gutiérrez Aguilar • 15 de diciembre, 2023 • Read in English

A principios del mes, se doctoró por la Universidad Autonoma de Puebla un estudiante quien, desde abril del año anterior, fue acusado de agresión sexual a una menor. 

Las denuncias fueron tanto en instancias universitarias como en el Ministerio Público, en el Estado de Puebla.

Como en otras muchas ocasiones, lamentablemente, ni la llamada “Comisión de Género” ni la oficina de la Abogada General de la Universidad Autónoma de Puebla (BUAP) cumplieron las funciones que tienen asignadas. En este caso, dar apoyo a la menor agredida e imponer una sanción al agresor. 

Las instancias universitarias deberían haber actuado prontamente. La menor agredida es hija de otra estudiante de la BUAP. Lo que hicieron tales autoridades fue abrir un laberinto procedimental que se empantanó sin llegar a resolución alguna.

Resultado de todo esto fue una jovencita agredida a quien las instituciones no brindaron justicia, un estudiante acusado de agresión graduado y un escándalo en la institución.

La anti-justicia universitaria lleva al escrache

El argumento de parte de las autoridades universitarias para justificar su inoperancia fue, paradójicamente, la “gravedad del hecho”. 

No sólo se trataba de una “falta” sino de la comisión de un “posible delito” en cuanto la persona directamente agraviada fue una menor de edad. Por tal razón, las instancias universitarias recomendaron primero y, después, condicionaron cualquier intervención en el caso a la presentación de una denuncia ante el Ministerio Público. 

Personal de la Comisión de Género de la universidad argumentaron, en aquellos momentos que ambos procesos se desarrollarían “por separado”. Esto es, que la actuación interna de la universidad no quedaría sujeta a ninguna resolución ministerial.

Sin embargo, unos meses después, cuando la investigación ministerial se estancó tras haber sido admitida la denuncia, los mismos funcionarios arguyeron que siempre no: que debían esperar la resolución judicial y que “no podían” tomar ninguna decisión antes de que aquello ocurriera.

La menor agredida, su madre y un nutrido grupo de estudiantes y profesoras que habían acuerpado el caso quedamos entonces atrapadas en un bucle más de producción “legal” de impunidad. 

Datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares analizados por Equis Justicia para las Mujeres en 2019 muestran que el 47.1 por ciento de las mujeres mexicanas —es decir, alrededor de 30 millones de personas— han experimentado alguna agresión sexual en el ámbito escolar a lo largo de sus vidas. El mismo informe señala que se ha evidenciado la negativa reiterada por parte de instancias del Estado Mexicano para investigar crímenes contra mujeres.

En el caso de Puebla, una instancia —la universitaria, aparentemente menos burocrática— remite a otra, estatal, completamente ineficaz, cuyos índices de procesamiento de casos es ínfima. Según activistas y especialistas locales, el Gobierno de Puebla ejerce violencia institucional contra las mujeres, actuando de manera sesgada contra mujeres víctimas y mujeres acusadas de un delito.

Con ello, consigue un pretexto perfecto para desentenderse de su inicial responsabilidad. “Exquisita inoperancia”, como ha llamado el periodista John Gibler a esta cadena de trámites inútiles y superpuestos.

Contra el silencio

En este sórdido conflicto, tanto las profesoras como algunxs entre las y los estudiantes enfrentamos un complicado dilema. 

¿Cómo romper el silencio que impone un procedimiento estancado, y por tanto, inútil y, al mismo tiempo, cómo no caer en actitudes ni revanchistas ni revictimizantes?

¿Cómo sostener simultáneamente una postura anti-punitivista sin dejarnos atrapar en los mecanismos ya descritos de producción de impunidad?

La decisión tomada por los y las profesoras, por impulso de estas últimas y venciendo la resistencia de varios de ellos, fue redactar una carta abierta a ser leída antes de comenzar con la rutina del examen de grado del estudiante acusado. Fue planteado como medio de romper, aunque fuera con un gesto sin mayores consecuencias, con la complicidad impuesta a la que conducen los procesos legales inoperantes. 

Mientras tanto, varias estudiantes acompañadas de unos pocos varones realizaron una ruidosa acción de escrache el día del examen. Estuvieron presentes denunciando públicamente y haciendo ruido, colocaron una gran cantidad de carteles, etc. Su lema ese día fue: “Lo doctor no te quita lo agresor”.

Una cascada de acciones contra la violencia en la academia

El inmenso problema de las múltiples violencias contra las mujeres en las universidades no es un asunto nuevo. Entre octubre de 2019 y abril de 2020 —justo antes de y al inicio del confinamiento pandémico— en al menos 19 planteles pertenecientes a la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), grupos diversos de mujeres organizadas de las distintas facultades y escuelas llevaron adelante paros y tomas de instalaciones. 

Los paros y las tomas ocurrieron en medio de un clima de creciente hartazgo al romper el silencio las estudiantes no sólo por la violencia que soportaban sino por el desdén con el que eran tratadas sus denuncias. Las tomas de instalaciones más notorias fueron las de las Facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias Políticas y Sociales en el campus central de la UNAM que duraron varios meses.

Esos hechos fueron recordados en una conferencia virtual organizada por la Red de Feminismos Descoloniales el día 13 de diciembre. Las académicas Márgara Millán, Verónica López Nájera y Esperanza Basurto rememoraron las luchas de las estudiantes organizadas en 2019. Esbozaron los hilos para un balance del arduo y difícil camino que todavía habrá que recorrer hacia la producción de justicia en casos de violencia contra las mujeres en las universidades.

Las colegas coincidían en que el hartazgo colectivo de las jóvenes estudiantes, igual que en Puebla, se aceleró ante la ineficacia de las instancias universitarias que debieran ocuparse de atender, prevenir y sancionar la agresiones hacia las mujeres.

Sin embargo, Millán también hizo notar que durante la toma de las instalaciones, al menos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, se logró tender lazos entre las estudiantes que sostenían dicha movilización y algunas profesoras. Esto ocurrió a través de acercamientos cautelosos y sensibles donde las profesoras se colocaron en relaciones de horizontalidad con las estudiantes, tomando una postura clara de rechazo a cualquier acción represiva contra las movilizadas. 

En tales encuentros, las compañeras —estudiantes y también algunas profesoras— comenzaron a imaginar vías de salida durante la parte más álgida del conflicto, con las escuelas tomadas y ya en confinamiento. 

Algo similar ha sucedido, hasta ahora, en Puebla, sin que ocurran todavía tomas de instalaciones. 

El doble filo de la protocolización “en materia de género”, así como los límites de tales protocolos formales, van siendo reflexionados tanto por las colectivas de estudiantes y en reuniones entre profesoras y estudiantes. Poco a poco, estamos rompiendo la desconfianza y sosteniendo lazos y diálogos.

La trampa de los protocolos de género

Los protocolos contra la violencia de genero, que en algún momento fueron presentados como una herramienta para el tratamiento de situaciones de agresión y violencia contra las mujeres, con frecuencia se han convertido en un camino sin salida.

López Nájera, también de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, señaló que antes de que existieran protocolos, cuando se presentaba una denuncia o una “queja” —como se llamaba previamente al hecho de manifestar estar siendo objeto de violencia— ante una profesora o ante alguna autoridad media de la universidad, ni siquiera se sabía qué camino había que seguir o a quien acudir.

Los protocolos de género establecieron pasos y fijaron un procedimiento, de manera tal que hoy hay un poco más claridad sobre cómo iniciar una denuncia, por lo menos en la UNAM y en algunas otras universidades. Sin embargo, como también hay una resistencia obstinada al reconocimiento pleno de la violencia ejercida en las aulas y, en general, en las instalaciones universitarias, aún con protocolos claros, con frecuencia el resultado es una burla a la persona agraviada y a quienes deciden acuerparla.

Pistas para desafiar la impunidad

Conviene proponer un par de hilos para avanzar en la crítica a las dificultades inherentes a la protocolización del tratamiento de la violencia de género en las universidades. 

En primer lugar, casi siempre, a través de los protocolos el abordaje y la eventual solución de cada problema específico —si es que la hubiera— se sustraen de las manos de la comunidad afectada y se concentran en manos de personas “expertas”. 

El procesamiento de cada caso particular se vuelve entonces muy similar al proceso judicial actualmente existente: secreto, opaco, lento, sin posibilidad de intervención de las agraviadas. Si avanza, se organiza básicamente en torno a la sanción al agresor.

En segundo lugar, la protocolización comparte con los procedimientos oficiales de (in)justicia el dispositivo formal de tipificación de conductas que constituyen faltas y su contraste con el caso concreto. 

El contexto y la singularidad de cada acción de agresión quedan entonces fuera de consideración. Se inhibe la posibilidad de imaginar y producir otras formas de verdad, resarcimiento y re-equilibrio.

Cabe preguntarse acá si la protocolización, con su afán de universalidad y de establecimiento de pasos rutinarios, no lleva directamente hacia el punitivismo, en tanto lo único que ahí se puede decidir es si se castiga o no se castiga y cuánto se castiga.

Con mucha frecuencia, por lo demás, los procesos se estancan, como hemos visto en Puebla. Eso hace que quienes exigen justicia casi siempre terminen quedando enganchadas en la exigencia de castigo. 

Para el caso de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, uno de los logros de la “conflictividad transgresora” practicada por las mujeres organizadas -que es como Guiomar Rovira llamó a las acciones directas de 2019-2020- ha sido la elaboración de una materia sobre las “luchas de las mujeres contra las violencias”. 

En abrir y defender espacios más amplios para aprender y discutir temas de interés junto a las estudiantes —más allá de los cursos institucionales de género— también se juega nuestra presencia en la universidad así como la ardua y muchas veces ingrata tarea de producción de justicia.

Raquel Gutiérrez Aguilar

Ha sido parte de variadas experiencias de lucha en este continente, impulsando la reflexión y alentando la producción de tramas antipatriarcales por lo común. En Ojalá, es editora de opinión. 

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