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La agroindustria no alimenta a Bolivia

Alimentos tradicionales cochabambinos. Dibujo: Lorena K. por Ojalá.

Opinión • Huáscar Salazar Lohman • June 28 2023 • Read in English

La dieta alimentaria en Bolivia se caracteriza por su diversidad, la cual se atribuye en gran medida al acceso a una amplia variedad de alimentos frescos que se cultivan en el país y forman parte de arraigadas tradiciones gastronómicas. 

Desde las numerosas variedades de papas andinas con sus distintas formas y sabores, hasta los diversos tipos de maíz que se producen en muchos lugares de la geografía boliviana, así como una gran cantidad de verduras y frutas. Todos estos alimentos nutren diariamente los cuerpos de millones de personas, y por ello resulta importante debatir a qué se hace referencia cuando se habla de alimentos en el país.

Según una investigación de Carola Tito Velarde y Fernanda Wanderley, cerca del 98 por ciento de los alimentos frescos que hacen parte de la canasta básica familiar en Bolivia y que no son importados provienen de la agricultura familiar, mientras que poco menos del dos por ciento de estos alimentos provienen de la economía no familiar, aquella que es entendida como agroindustrial.

La agricultura considerada familiar es mayoritariamente indígena y campesina, es intensiva en mano de obra, cuenta con una mayor diversificación de cultivos y representa el 96 por ciento de las Unidades Productivas Agropecuarias (UPA) del país, aunque sólo detenta el 67 por ciento de la tierra cultivada del territorio nacional. Además, la agricultura familiar es fuente de subsistencia para el 95 por ciento de las personas que se dedican al trabajo en el campo boliviano. 

Es decir, la pequeña agricultura familiar de Bolivia, concebida por muchos como un sector “atrasado”, “ineficiente” o “improductivo” es, en términos efectivos, la actividad básica que hace posible la vida humana en Bolivia. 

Es el trabajo de mujeres y hombres que habitan el campo bajo esquemas productivos que se enfocan en un trabajo concreto, destinado a producir alimentos que son también concretos, y que tienen como finalidad la alimentación propia y la del resto.

A diferencia de lo anterior, la agroindustria produce una gran masa de mercancías —a las que se les denomina “alimentos” sin serlo— a partir de un extractivismo rapaz, de la depredación de territorios enteros y de la imposición de un modelo económico que desemboca en espirales de violencia. 

Estas mercancías son transadas en abstractos mercados financieros internacionales y terminan beneficiando a grandes capitales, cuya finalidad es mejorar tasas de rentabilidad. Si estas mercancías terminan alimentando a personas de carne y hueso, es una consecuencia circunstancial.

Los monocultivos no son alimentos

En octubre y noviembre de 2022, el Comité Cívico de Santa Cruz y el gobierno boliviano se disputaron la definición de la fecha del Censo de Población y Vivienda; en el marco de un violento “paro cívico” que duró más de un mes. En este conflicto, la cúpula dirigencial del Comité, como una forma de hacer alarde de su poder, argumentó en reiteradas oportunidades que el departamento de Santa Cruz es responsable de la alimentación del país. Esta idea contribuyó a caldear el clima de polarización política que ya existía.

En realidad, la maquinaria propagandista del agronegocio boliviano ha venido afinando su discurso desde hace ya mucho tiempo, señalando que el modelo productivo cruceño, sostenido principalmente en la agroindustria, es responsable de la producción de alrededor del 75 por ciento de los alimentos que se producen en Bolivia.

Este dato, utilizado por muchos como verdad irrefutable, obliga a realizar un análisis mucho más profundo sobre cómo se producen los alimentos, pero también a cuestionar la manera que tenemos de conceptualizar aquello que entendemos como alimentos, y la función que estos productos tienen en un mundo ceñido por la lógica capitalista.

Para realizar este análisis, primero se debe entender que existe una diferencia sustancial entre hablar de lo que se entiende como la cantidad de alimentos que son producidos en un país, y lo que entendemos como la cantidad y la proveniencia de los alimentos que son consumidos por los habitantes de un país. Son dos cosas distintas.

Santa Cruz puede producir el 75 por ciento de los alimentos del país, siempre y cuando en este porcentaje estén etiquetados como “alimentos” un conjunto de productos que mayoritariamente no alimentan a la población boliviana y muchos de ellos tampoco alimentan a nadie por fuera del país.

Veamos el caso más emblemático: la soya. Según datos del Instituto Boliviano de Comercio Exterior (IBCE), en Bolivia se produjeron 3.5 millones de toneladas métricas de esta oleaginosa durante 2022. Sin embargo, ese mismo año se exportaron 2.9 millones de toneladas de soya y sus derivados. En otras palabras, más del 80 por ciento de la soya producida en el país termina en los mercados internacionales, comercializada como un commodity más.

Lo mismo sucede con la mayoría de los monocultivos del oriente boliviano. Una gran parte termina siendo exportada, mientras otra más pequeña se queda en el país, articulada a cadenas productivas intensivas en capital y ligadas, como materia prima, a la producción de alimentos ultraprocesados. O, como últimamente se habla desde el gobierno y desde el agronegocio, como insumo para la producción de “energía renovable”. 

Es decir, una parte reducida de este 75 por ciento de lo que el agronegocio denomina como alimentos, termina realmente nutriendo los cuerpos de la población boliviana, y si lo hace es de una manera poco saludable.

Santa Cruz sí produce alimentos para la población, pero no lo hace desde la agroindustria, que es a la que se refieren las élites políticas de la región cruceña. Santa Cruz produce alimentos desde la agricultura campesina e indígena que también existe en ese departamento, pero que es la menos visibilizada y la más desdeñada por la política pública.

La rentabilidad del capital vs. la vida

Más allá de los gobiernos de izquierda o derecha, la economía boliviana está organizada de una manera tal que pone por delante las actividades extractivas, como la minería, la extracción de hidrocarburos y la agroindustria. 

Son actividades que generan excedentes económicos casi inmediatos, con impactos nocivos para el medio ambiente y su producción está directamente relacionada con intereses capitalistas transnacionales y, algunas de ellas —en especial la extracción de hidrocarburos y en menor medida la minería— suelen generar prominentes ingresos para las arcas del Estado, lo que es un imán para los gobernantes.

La agroindustria, en concreto, ha recibido grandes apoyos en las últimas dos décadas. Desde la subvención del diésel utilizado en el sector, sin la cual no sería competitivo en los mercados internacionales de commodities, hasta el otorgamiento de créditos blandos con recursos de la seguridad social para la refinanciación de deudas antiguas; pasando por una variedad de ofrecimientos desde el gobierno, como la de cambiar la normativa que sea necesaria para beneficiar al sector, y que ha permitido, entre muchas otras cosas, la legalización de la deforestación masiva, haciendo que Bolivia esté entre los 10 países del mundo que más deforestan.

Al recorrer los campos donde la agroindustria se extiende, el paisaje es acompañado por grandes carreteras articuladas a las estrategias regionales de la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana y vehículos con tecnología de punta para la siembra, gestión y cosecha de los monocultivos que son gestionados con paquetes  tecnológicos agrícolas que involucren semillas genéticamente modificadas.

Se orquesta todo un despliegue de capital para la producción de estas mercancías que intentan ser presentadas como “alimentos”. En general, se puede entender que la agroindustria es un sector consentido de la política pública.

En contraste, las zonas que sí producen alimentos cuentan con malos caminos, muchos de los cuales ni siquiera son accesibles en distintas temporadas del año y, en general, una infraestructura muy pobre. 

La posibilidad de producir alimentos está condicionada al despliegue de una gran cantidad de energía humana y animal en condiciones de mucha precariedad, lo que en ocasiones es evidente en los deteriorados cuerpos de quienes trabajan la tierra. 

Por ejemplo, en Cochabamba, considerado uno de los valles interandinos con mayor extensión de tierras cultivables con riego, solo el 22 por ciento del área cultivable cuenta con agua para la producción. Además, en esta región, el promedio de extensión del área de las unidades productivas familiares es tan solo de 1,5 hectáreas. Y la mayor parte de los pequeños productores no pueden acceder a ningún tipo de financiamiento para mejorar sus condiciones productivas.

Estos hechos, entre otros más, dificultan la producción de alimentos. Muchas personas que se dedican a esta actividad simplemente no pueden subsistir y migran hacia otras regiones del país en las que encuentran una posibilidad de mejorar sus condiciones de vida. 

Esto está generando un estancamiento de la producción agraria nacional, lo que se ve reflejado en el masivo incremento de la importación y contrabando de alimentos frescos que invaden Bolivia y que golpean todavía más a este sector. 

Más del 30 por ciento de los alimentos frescos consumidos por la población boliviana — muchos de los cuales se producen nativamente en Bolivia— ahora vienen de otros países, como es el caso de la papa. Para 2007 se importaban 16 mil toneladas al año de este tubérculo, mientras que para 2016 las importaciones superaron las 51 mil toneladas, según datos del Instituto Nacional de Estadística.

Con todo, Bolivia cuenta con un modelo productivo que pone una atención mínima en garantizar alimentos para la población y se centra en la producción de mercancías presentadas como “alimentos”, cuyo fin es la generación de rentabilidad económica en el corto plazo. Incluso podemos señalar, después de una serie de concatenaciones, que la agroindustria termina siendo subvencionada también por el trabajo de quienes producen estos alimentos.

En resumidas cuentas, es el ejemplo de un modelo económico que organiza la vida humana y no humana en función de intereses privados. No es un modelo que, para nada, ponga la vida en el centro.